Es contradictorio, pero necesario, reconocer que la Iglesia cuanto cuenta de su vida no está precisamente extraído de los “Evangelios Canónicos” dada la escasa noticia que de ella dan, y si de esos “Apócrifos” que se niega a admitir. Por ellos, o de ellos, ha salido toda esa serie de devociones y leyendas populares que novelan más que “historifican”.
La bibliografía “Mariológica” es verdaderamente exhaustiva y raya la mayoría de las veces en una clara proyección supersticiosa. Por regla general son los libros marianos los de menos rigor histórico de la literatura religiosa.
Claro que aquí cabe preguntarse si los apócrifos no son tan testimoniales como los tres sinópticos, dada la mayor contemporaneidad de ellos con los hechos ocurridos. De ser válidos para ciertas cosas tendrían lógicamente que serlo para todas. Esto cambiaría rotundamente el signo de las “autenticidades”. Lo que no se puede es dejar de mantener la postura eclesial frente a lo que en su tiempo se dio por fantástico a la hora de confeccionar el “Canon”, si no queremos que se reconozca tácitamente su validez.
Lo desconcertante es que de este “Protoevangelio de Santiago”, las Iglesias han incorporado a su doctrina teológica, desde el siglo VI la copta, y desde el siglo XIII, la romana, los pasajes que les han convenido, como rigurosamente históricos. Siguiendo esta tónica el historiador no tiene pues porque rechazar a “priori” otros hechos ni otras noticias venidas de las mismas fuentes.
Hoy, nuestra época, tiene una necesidad hagiográfica, que, por razones histórico-culturales, y de dominio de la iglesia, no pudo tener aquella sociedad medieval. Es comprensible que la autentica historia de María, del mismo modo que la de Jesús, no puede conocerse, al menos hoy, en toda su integridad. Ahora bien, lo que si es posible es despojarla de añadidos y exponer una verdad desnuda, pero lo más integra posible.
Si tenemos que ceñirnos al rigor histórico, no podemos pretender que el fenómeno “mariano” sea de exclusiva originaria del cristianismo y menos del catolicismo. Es un hecho, que está ahí, rigurosamente constatado, que en todas las religiones el culto a las Vírgenes, ha sido una constante histórica. Quizás cabria considerar que la más antigua en importancia fue Isis y su culto en Egipto. Diosa de la naturaleza por excelencia y virgen y madre simultáneamente y que anticipa en siglos su fecundación sobrenatural para traer a la tierra un Dios-Hijo, protector y salvador.
El desfile de Vírgenes precedentes a María y fecundadas por el misterio de lo “alto” ha sido constante. Los romanos tuvieron a Ceres, los griegos a Demeter-Cibeles, culto que comparten ambas y se la rinde adoración en Asia como imagen de la fertilidad. El pueblo celta la venera con sus druidas, creyentes de su “Diosa Tierra” Virgen y Madre que también tenía que alumbrar a un Dios concebido de modo sobre-natural.
Es evidente que si leemos en “Metamofosis” XI, 4, lo que se dice de Isis, veremos como invoca para ella todos los cultos existentes a la “Virgen Madre”. Los de la Diosa Madre Pessiononte de los griegos. Los de Minerva Crecopiana de los atenienses. Reclama indistintamente los cultos de Hécate, de Rabmonte, Juno, Ceres y Bellone.
Son muchos los historiadores que han encontrado una identificación de María con las Vírgenes de esas otras religiones. Esto nos coloca en la conclusión de considerar que esa figura de Miriam o María no es más que una continuación de esos mitos virginales que todos se presentan con el mismo denominador común. No podemos olvidarnos que estudiando esa gran importancia que se le dio en todas las antiguas religiones a esa constelación del solsticio de verano en la época de Géminis, “La Magna Mater et Virgo Coelestis”. Llegamos a la conclusión que: “Todas las deidades femeninas del panteón sumerio-babilónico son derivaciones de la misma “Magna Mater” reina del Cielo y “Virgo Coelestis”. Esto es aplicable tanto a las vírgenes de la Iglesia Helénica, como a las de la Romana y a las de la Sumerio-babilónica.
Son varios los historiadores católicos que admiten estas conclusiones. Y es que la idea de una “Reina Virgen” celestial que da a luz un Niño Dios y a la vez Salvador, tiene ya su origen en los primeros fenómenos astronómicos. Hay que tener presente que la constelación de Virgo fue siempre la más reverenciada de entre todos los signos del Zodiaco. Sus celebraciones datan de siglos, pues en la época de Alejandro, ya los griegos festejaban en la época del solsticio de invierno el nacimiento del “Hijo”, “Eon” también del parto de una Virgen divina. Exactamente como varios siglos después lo hicieron los cristianos.
Pero sobre todas, tenemos una prueba fundamental que viene a demostrarnos de que modo el culto de María depende de la fenomenología celeste: los católicos, desde hace mil años, conmemorarán el 8 de septiembre como día del nacimiento de María y el 15 de agosto como el de la muerte y Asunción al cielo. Estas fechas están relacionadas con el orto y el ocaso de la estrella “Spica”. Al menos así lo cree también J. Jeremias porque, exactamente en los 2000 años antes de nuestra era, según el calendario Juliano, el 8 de septiembre era el día en que “Spica”, la estrella más importante de la constelación de Virgo se hacía visible separándose de la luz solar después de haber estado oculta durante 40 días. Ese era el día de su nacimiento. De otro lado tenemos que el día de la muerte de María se fija en la misma fecha en que la estrella “Spica” entra de nuevo en el ocaso helíaco. Es decir, el 15 de agosto.
Los Canónicos
Vemos ahora cual es el cometido de María en esos cuatro “Evangelios” o que nos dicen de ella. Marcos la ignora y tan sólo la menciona dos veces.
Mateo centra la infancia de Jesús en José y tan sólo le llama el “hijo de la Virgen”.
Es Lucas el que la hace tener un protagonismo más extenso.
Por último, Juan, la centra como el Alfa o la Omega, es decir al principio con el primer milagro en Caná y en el final al pié de la Cruz.
Los Apócrifos
Indiscutiblemente son los apócrifos los que más noticias dan de María, cosa que hemos podemos observar al haber leído los “Evangelios apócrifos”. Haremos mención de ellos, sin condicionar al lector a directriz alguna, puesto que son sus consecuencias y valoraciones las que cuentan después de su lectura.
Tenemos el “Apócrifo de la Natividad”, el del “Pseudo Mateo” la “Historia de José el Carpintero” dentro de los de la infancia de Jesús, y “El Evangelio de Pedro”. Se cuentan cosas de María, relacionadas con José, en la versión siriaca del “Protoevangelio de Santiago”. Existe un “Evangelio según Judas” en el que se cuenta una interesante historia sobre José que nos lo sitúa como constructor de “Máquinad e Sitio” en la guerra de los nabateanos. Que murió poco tiempo después del nacimiento del más joven de sus hijos, Jesús, a la edad de cincuenta y ocho años” Entre los soldados, dice ese “Evangelio de Judas”, que tenía un apodo y era el de “Pantera”. Este relato nos da un idea de lo que debió ser el hombre con el que compartió María el lecho.
El “Talmud” menciona a Jesús llamándole “Ben-Ha-Pantera” nombre que recibía al ser hijo de un soldado romano de este nombre.
Celso nos cuenta también que sobre el año 178 pudo enterarse del comentario que decía: “Miriam fue repudiada por su esposo, carpintero de oficio, después de haberla éste convencido de infidelidad en el matrimonio”. Por lo visto, según sigue contando el propio Celos, Miriam fue a partir de entonces de un lugar a otro ocultando su embarazo hasta que dio a luz en secreto a Jesús, cuya paternidad era de un soldado llamado “Panthera”.
También en otro lugar del “Talmud” babilónico hay unas líneas que hablan de “Pandera el querido” y es curioso que en el mismo libro se escriba: “En Pumbedita se la llama (a María) “S’tath da”, es decir, “fue fiel a su esposo”. (Sabbat 104C; Sanedrin 67 a).
Esa es una María con documentos históricos. Parecen contradictorios y concordantes por otra parte en lo esencial.
Los Dogmáticos Marianos
Dentro de la Iglesia hubo grandes discusiones, teorías e interpretaciones sobre María, de las cuales muchas fueron dadas por heréticas. Una de la rivalidades más fuertes existió entre Cirilo, patriarca de Alejandría y Nestorio, patriarca de Constantinopla, lo que dio origen, a una nueva herejía.
En el “Concilio de Efeso” por fin se consagra a María como “Madre de Dios”.
Se tenía que llegar al “Concilio de Trento” para ir escalando en la divinidad de María. Se ponía por primera vez en juicio el tema del “Pecado Original” en la que ya era “Madre de Dios”. Los franciscanos afirmaban que estaba exenta de él, y los dominicos afirmaron lo contrario. Es decir, se pretendía el dogma de la “Concepción Inmaculada”, cosa que nunca admitió Santo Tomás de Aquino.
Fue al llegar al pontificado la figura de Pio IX cuando en una encíclica promulgada en 1849, el Papa pide a los obispos su adhesión a la ausencia de pecado original en María. Para forzar esta resolución se inventó el hallazgo de unas célebres tablillas y pergaminos en Granada, de los que al final se descubrió que su supuesta antigüedad era todo un fraude, y en los que naturalmente se apoyaba esa ausencia del Original Pecado.
No obstante, fue en aquel 8 de diciembre de 1854, cuando Pío IX, revestido de solemnidad, sentado en su trono, la “Silla de Pedro”, y con el peso de la Tiara sobre su cabeza y en la basílica de San Pedro repleta de gente, promulga, sin concilio alguno, el dogma de la “Inmaculada Concepción de María”.
Para ello no se tuvieron en cuenta las opiniones contrarias que habían tenido personas tan representativas en la Iglesia como el citado Tomás de Aquino, San Juan Crisostomo y San Bernardo de Claraval.
La escalada continuaba en torno a la figura de María y en la segunda parte del Concilio Vaticano II se la declaró “Madre de la Iglesia”.
Como vemos, trazar una biografía, una semblanza tan siquiera de esa mujer llamada “Mariam”, “María”, “Madre de Dios”, “Inmaculada” y “Madre de la Iglesia”, es prácticamente imposible a la rigurosa luz de los documentos tan dispares y contradictorios que se tienen.
Las apariciones marianas no son más que el colofón a esa escalada “deística” de María.
Fuente: Los Apócrifos y otros libros prohibidos. José María Kaydeda
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